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avr. 18, 2022
Résumé
Desde los años de la adolescencia, en que por vez primera fui introducida en el mundo maravilloso de la poesía griega, el tema del
ascenso se asocia en mi espíritu a la figura del gran Píndaro, quizás a
través de la conocida metáfora de sus afamados «vuelos». Estos, en realidad, estrictamente hablando, nada tienen que ver con la elevación del alma
hacia las esferas sublimes de lo divino, y no obstante, mostrando la
inadaptabilidad del cantor a las normas corrientes del relato épico-lírico,
atestiguan la potencia con que las imágenes míticas irrumpen en él en lo
profundo, urgiéndolo hasta las más secretas fibras de su ser y obligándolo
a arrojarse por encima de ellas, tras el ímpetu fogoso de su alma y de la
realidad tal como se le presenta. El secreto de los «vuelos pindáricos» no
es, pues, sino la adhesión incondicional del poeta al modo propio de las
epifanías míticas, a su peculiar modulación y cadencia, a su agolparse galopante que deja sin aliento, borrando todo aquello que sabe a cotidianeidad
y rutina, y obligándolo a cercenar cualquier tipo de inútiles muletillas que
sólo castrarían la fuerza arrebatadora de la mostración de lo divino. Un
mitologema brota del mitologema que lo precede y se enlaza al que lo
sigue, circulando libremente en el cuerpo sonoro del relato mítico,
desglosándose, fragmentándose, estrechándose al todo sin pausas innecesarias, cortando casi la respiración del que contempla o escucha. El despliegue de la estrofa pindárica y el andar del relato mítico son uno y el
mismo: ambos proceden por saltos y elisiones, de la manera más parecida
posible a los vuelos del alma que nos es consentido experimentar mientras
estamos ligados a nuestra corporeidad. El mito devela, en Píndaro, de manera espléndida, su vinculación, o mejor, su coincidencia con la palabra originaria de la cual saca el nombre que lo identifica, aquella en que el ser
se trasparenta en su esencia plena y ardiente, sin dejar en la opacidad del
olvido ninguna zona inaccesible y secreta: es misterio sin velos, sustancia
«formosa», linfa o savia vital. Cantor del mito, Píndaro se deshace de todo
aquello que podría empañar en su cantar esa transparencia y se hace, todo
él, vehículo de transmisión de esa palabra. Es «boca de vate» (aró|Lia
pdvTEcog), y en él el puBog late y se hace vida. Con la fuerza de toda
existencia real, el relato despliega en vuelo sus alas. El tantas veces repetido adjetivo homérico «alada», aplicado a la palabra, no es aquí un simple
recurso retórico, ni obedece sólo a razones métricas. Se ajusta a una realidad intrínseca y concreta. El pu0og arcaico tiene alas. Píndaro asimila su
voz a la naturaleza del ala, y su canto se libra en vuelo. Su propósito es
traer a presencia, a modo de contrapunto de lo humano, la imagen viva de
los dioses, o, más precisamente, de lo divino que en ellos se condensa y
revela.